Mejor que decir es hacer

Hablar del cambio nos produce ansiedad. Nos fragmentamos. Solemos decir una cosa y hacemos otra. La palabra se separa del acto.
Con entrenamiento, voluntad (para entrenarse) y coraje (para aguantar los cimbronazos) es posible sacarle provecho a las lecciones cotidianas que recibimos de todos aquellos que interactúan con nosotros. Todos, absolutamente todos, nos convertimos en maestros y en discípulos. Nos cuesta declararnos aprendices. Solemos creer que nos las sabemos todas.
A través del aprendizaje podremos revisar aquellas creencias que no nos están resultando efectivas en algunos de los aspectos de nuestra vida.
Necesitamos enfrentar a las “rutinas defensivas” que se nos presentan ante situaciones que sentimos amenazantes. Se nos dispara el miedo y se imposibilita el aprendizaje. Le cerramos la puerta al otro o a los otros y nos quedamos solos, con la sensación de estar a salvo de aquellas amenazas sentidas. Es cierto, estamos a salvo, aunque sin aprender.
Una palabra, un gesto, cualquier cosa, nos dispara nuestras rutinas defensivas, olvidándonos de nuestros deseos y compromisos. Olvidándonos, también, de nuestros sentimientos declamados, muchas veces con exagerada recurrencia.
Hablamos, con cierta facilidad, de expandir nuestra conciencia, de estar atentos. Nada es mucho a la hora de sentir la amenaza que además resulta sumisa, obediente e implacable para hacerse presente e impactar en nuestro organismo y en nuestras relaciones. Terminamos, generalmente, matando al perro para terminar con la rabia. He matado y me han matado en muchas ocasiones a lo largo de mi vida. Nos apegamos al sufrimiento provocado por revivir situaciones amenazantes no superadas. La soberbia nos gana la pulseada y el “perro” paga los platos rotos por nuestra comodidad. El aprendizaje, además de lo mencionado, es incómodo.
Con mucho cuidado, amorosamente, podemos ir buceando en nuestro interior para ir reconociendo las situaciones que nos provocan nuestro espanto, nuestra huída. No nos escapamos de los otros, nos escapamos de nosotros mismos. Al partir, es posible que hayamos apuñalado a algún otro. Muchas veces se trata de duelos en los que todos terminamos heridos de muerte. Nos hemos apegado al romanticismo y de alguna u otra forma todos terminamos encarnando a algunos de los personajes de su literatura clásica.
A partir de allí avanzamos apelando al olvido que nos provee el tiempo y cuando menos lo pensamos, se reiteran aquellas reacciones grabadas a fuego, hechas carne, hasta que por fin un día, con suerte, nos damos cuenta de aquello que hasta ese instante no nos dábamos cuenta. En ese momento, estamos aprendiendo y nuestro ego acusa la herida. A partir de allí hay posibilidades de que no huyamos y nos quedemos a dialogar (búsqueda de sentido compartido) con los otros.
Incorporar información sobre tal o cual cosa está bueno como idea general, como un proceso de enmarcar el contexto que contiene a una temática en especial, como un punto de partida de un ejercicio individual y vital, el pensar y el pensarse. Olvidarnos de nosotros, los actores, es una chicana que nos permite creernos con la supuesta certeza de saber lo que queremos y hasta de quiénes somos.
Nos explicamos detalladamente las posiciones adoptadas que justifican reacciones, que terminan justificando, a su vez, algún otro perro muerto. Ni se nos ocurre pensar que se trata de una manera de tranquilizar nuestras culpas. Incluso, solemos apelar al “esto nunca más” y al tiempo, no importa si resulta corto o largo, nos escuchamos decir: “otra vez sopa”. Acá, resulta estupendo, aunque doloroso, llegar a reconocer que algo en nosotros hay para que reiteremos ciertas situaciones no deseadas.
Está bueno, también, poder bajar las defensas y entregarnos a la danza de escuchar a los otros, de contarles lo nuestro y de ir construyendo un contexto compartido y confiable de acompañamiento. Cuando lo logramos se convierte en una maravilla, nos sentimos seres especiales, con pleno sentido, vivimos la sinergia, tan nombrada y tan poco vivida. Se transforma en una experiencia de trascendencia. Nos aventuramos a la incertidumbre sintiendo que bien vale la pena hacerlo. Nos sentimos protagonistas, abandonamos el disfraz de víctimas de las circunstancias o de otros (pareja, hijos, jefe, presidente, vecino, amigo, etc.).
Al danzar con otros nos permitimos “jugar” sin apelar a la supuesta seriedad de la vida y mucho menos a sacarle el cuerpo a la intensidad de los sentimientos. No nos matan ni matamos por vivir una relación amorosa intensa. Amar no mata ni hiere. La muerte proviene por falta de aceptación y de entrega. Si he matado, fue porque no acepté al otro. Si me han matado, hubo alguien que no me ha aceptado. Matamos y nos matan cuando las emociones se desbordan. Darnos cuenta de esto es todo un detalle que nos abre, mágicamente, un espacio de reflexión personal.
He vivido, y vivo, momentos de esos en los que dan ganas de gritar a los cuatro vientos que es hermoso estar vivo. Son los momentos en los que me animo a ser sin temor a que el otro me juzgue o que me abandone. No mendigo aceptación ni cariño. Simplemente soy. La vida me resulta un proceso y me olvido del resultado final. La meta alcanzada se convierte en un nuevo inicio. Hago camino al andar…
También he vivido y aún los vivo, aquellos otros muchos momentos en los que a nada, a absolutamente nada, le encuentro sentido. Busco que me acepten, que me quieran y condiciono mi accionar a lo que recibo. De repente, me encuentro buscando algún perro o chivo expiatorio. Lo único que me importa es el resultado final y a partir de allí me encuentro con el vacío, con la nada. Hoy se que eso significa que me he alejado del “barrio”, de ese barrio en el que está mi “casa”, mi esencia, mi ser.
Esos momentos de merodear barrios alejados me sirven para darme cuenta de que hay algo que no estoy viendo, que me estoy perdiendo algo de eso que estoy viviendo.
El grupo (dos o más) nos facilita el proceso de aprendizaje (darnos cuenta). Se convierte en un estupendo sensor que nos avisa que algo puede ser que no esté funcionando bien en nosotros. Para ello debemos comprometernos con estar dispuestos a revisar lo actuado aunque esto se presente como una tremenda amenaza. Es necesario que nos banquemos “permanecer juntos aunque no estemos del todo de acuerdo”. Es en ese momento en el que tenemos que frenar la tendencia a matar. Como buen escorpiano de esto conozco bastante…
No siempre es posible encontrar compañeros de danza. Muchas veces cuando lo proponemos nos convertimos en el perro de algún otro y sentimos el puñal entrando hondo. Esto también es aprendizaje. Estas heridas sirven para replantearnos lo que queremos y cómo buscamos y elegimos a nuestros compañeros de aventuras. Es necesario aprender a perdonar y a pedir perdón por nuestras acciones. Cargar las broncas nos va llenando el equipaje de un resentimiento malsano. Nos bloquea la energía necesaria para alimentar el proceso de aprendizaje.
Si ya hemos, reiteradamente, apelado a matar y no nos ha aportado crecimiento, para qué seguir apostando a la muerte.
Sin autocrítica no aprendemos, sólo jugamos, todos, a víctimas y victimarios. Así, la vida, se convierte en una sucesión de reiteraciones aburridas que nos causan mucho sufrimiento.
Así, además, seamos conscientes que no estamos ayudando a construir un mundo mejor.

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