La mayoría de los nuevos parados en Asia salen de empresas con capital extranjero

Cada mañana aparecen nuevos inquilinos en el parque Taksin de Bangkok. Ya no hay sitio en los bancos de madera y algunos se tumban directamente en el césped a descansar. Acaban de perder su trabajo, que además de un salario les ofrecía alojamiento gratis y tres comidas al día. Después de vagabundear un par de semanas por los parques y calles de la capital, la mayoría regresan a sus provincias de origen, donde lo peor está por llegar: explicarles a sus familias lo que ocurrió.

El goteo va en aumento. El Gobierno estima que a lo largo de 2009 podrían perder su empleo en torno a un millón de personas. La mayoría de los nuevos parados salen de empresas con capital extranjero (japonés, taiwanés, estadounidense, singapurense, china…) que están echando el cierre o reduciendo drásticamente sus plantillas. Por ejemplo Nikon, que desde noviembre del año pasado ha prescindido de casi 3.000 trabajadores.

La población está asustada y los más humildes ni siquiera consiguen explicarse qué demonios está ocurriendo. Para muchos es un fenómeno nuevo. Tailandia, una nación que lleva décadas presumiendo de pleno empleo, podría acabar el año acumulando un 10% de parados. En los templos se incrementan las ofrendas, se queman toneladas de incienso, se consultan monjes y adivinos; y se colman de flores los altares. Todos piden lo mismo: recobrar la prosperidad.

El caso tailandés es el ejemplo paradigmático de los problemas que atraviesan las economías asiáticas: la crisis financiera no ha impactado directamente, pero la caída en picado de la demanda occidental arruina las exportaciones. Un pinchazo doloroso para países como éste, donde el comercio exterior supone un 70% del PIB. 

A mayor escala, por las dimensiones demográficas, se vive el fenómeno en China. A principios de semana se hizo público un informe desalentador: al menos 20 millones de obreros han abandonado ya las costas industrializadas y regresado a sus aldeas de origen, ante la imposibilidad de encontrar un nuevo trabajo en la ciudad. El mayor éxodo rural de la historia fluye ahora en dirección contraria. Nadie lo hubiera dicho hace tan sólo un año.

Es cierto que en Extremo Oriente las cifras del paro siguen siendo discretas comparadas con las de España. Japón, por ejemplo, cerró el 2008 con una más que razonable tasa de desempleo del 4,4%. Y en China, donde las estadísticas maquilladas del Gobierno retratan un 4,5% de parados, los estudios más alarmistas lo sitúan por debajo del 10.

Y sin embargo, la imposibilidad de encontrar un trabajo manual se vive en estos países como un verdadero trauma, por lo inédito que resulta y por la falta de un colchón, de una red asistencial que amortigüe el golpe. El modelo social estaba pensado para momentos de bonanza, para cuando encontrar un trabajo era cuestión de días. Ahora se lamentan de indemnizaciones son ridículas y seguros de desempleo mínimos o inexistentes. Muchos pierden trabajo y casa al mismo tiempo, ya que muchas fábricas ofrecen pensión completa a sus empleados.

En definitiva, los obreros tailandeses, vietnamitas, chinos y en menor medida japoneses, están más que acostumbrados a salarios de subsistencia, a contratos inestables, nóminas que llegan con retraso y empleos arriesgados, pero hasta la fecha se cumplía una máxima: un hombre sano sólo tenía que proponérselo para encontrar un trabajo. Hoy ya no es así.

La economía sumergida amortigua el choque, pero no basta. En los mercadillos improvisados de Bangkok, donde se venden desde juguetes chinos hasta arroz frito, pasando por ropa, adornos o flores, acuden diariamente nuevos vendedores, con mantas o carritos alquilados y un puñado de mercancías adquiridas con prisa a un mayorista del barrio. La competencia, se quejan quienes se dedicaban a la venta ambulante antes de la crisis, se ha hecho feroz.

Ocurre incluso en la segunda economía del mundo, en Japón. La prensa nipona lleva varias semanas ilustrando los efectos de la crisis con historias de trabajadores manuales que de un día para otro han perdido el trabajo, la casa ofrecida por la empresa y el seguro médico. Narran como ahora, a contrarreloj, buscan desesperadamente una nueva ocupación mientras ven disminuir sus magros ahorros. Hablan de desesperación, de suicidio y de impotencia.

Tras una década de euforia, millones de asiáticos sufren una nueva paranoia colectiva que quizá les sea familiar: temen no ser capaces de poder ganarse la vida a pesar de tener voluntad y energía suficiente para trabajar.

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